Es una tarde calurosa de un fin de semana cualquiera. El sol equinoccial quema el asfalto. Por la avenida caminan grupos de jóvenes de pelo largo, camisetas estampadas con el nombre de sus bandas favoritas: “Metálica”, “Angeles del Infierno”, etc; jeans descosidos, botas y chompas de cuero con cierres plateados. Cadenas con calaveras penden de sus cuellos, calzan anillos con la imagen de animales feroces (tigres, serpientes, águilas). La selva de cemento los ve pasar desafiantes, dan la impresión que asisten a un funeral.
El personal metalero, chicos y chicas adolescentes de secundaria provenientes de sectores populares de Quito como, la Villaflora, Luluncoto, Santa Rita, el Recreo, la Ecuatoriana, etc, concurre a un concierto de Heavy Metal. No se sabe qué canales de comunicación utilizan para congregarse a las afueras de casas barriales, locales escolares, galpones de fábricas o salones alquilados, tal vez recurren a pasarse la invitación de boca en boca.
Una vez dentro del local la oscuridad hiere los ojos, los cultores de este género musical se sientan en grupos, destapan sus botellas de plutonio (aguardiente), arman sus chafos y empiezan con el baile del mosh moviendo rítmicamente la cabeza.
En un escenario improvisado y con una amplificación casera, una banda de heavy metal compuesta por dos guitarristas que ejecutan una guitarra rítmica y otra prima acompañados por un bajista y un baterista entonan melodías de ska, trash, punk, etc. Irrumpen en el ambiente con sus gritos, gestos y sonidos ensordecedores. A medida que la música se va haciendo veloz, los ánimos de los metaleros van subiendo de intensidad, los parceros de la pata de barrio se agrupan formando un círculo para bailar el slam, no danza ninguna mujer porque la intensidad de los movimientos de brazos y piernas a veces resulta peligroso ya que los bailarines pueden resultar estropeados, pisoteados y hasta ensangrentados. Algunos, los más arriesgados trepan a la tarima y se lanzan al vacío de la multitud como si fueran al abrazo de la muerte. Simbólicamente, la muerte para los metaleros es una vía de escape o una alucinación amatoria y está asociada con la anarquía
Los metaleros constituyen una identidad urbana emergente que se han expandido a lo largo de todo el país. Se los puede hallar en ciudades como Guayaquil, Ibarra, Cuenca, Ambato, Riobamba, etc. Su propuesta musical es contraria al establishmet, desean un mundo sin reglas, defienden la preservación del medio ambiente, se oponen a la guerra destructora, critican el armamentismo y la guerra, atacan el racismo, la exclusión y la violencia, además de la religión que esconde la corrupción de los políticos. (Por ello la iglesia los ha estigmatizado relacionándolos con el satanismo y la delincuencia). Las letras de las canciones denuncian el maltrato de la sociedad, el abuso de autoridad de los adultos (la presencia de la policía en los conciertos es vivenciada como una amenaza y son el blanco de su protesta), cantan a los problemas del ser humano: la soledad, la depresión, la pérdida de esperanza en el futuro e invitan a rebelarse contra el sistema injusto, el capitalismo salvaje y las políticas neoliberales.
“La sociedad nos reprime a los de pelo largo. ¿Porqué los de pelo largo no podemos reprimirles a ellos?”, grita el líder de la banda. Una vorágine de coraje y rebeldía hace corear a la multitud: “Sistema injusto, corrupto, malditooooo. Sistema sucio, puerco asqueroso. Sistema sucio, corruptooo”.
José Villarroel Yanchapaxi
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