Por no sé que extraña sensación de recordar tiempo idos y no volvidos, una de esas tardes en que suele agarrarme la manía de nostalgiar, enfilé mochila al hombro por las calles de centro histórico. Afuera los negros nubarrones de Octubre ocultaban el azulino cielo quiteño anunciado el cordonazo de San Francisco.
Recordé a mi madre diciendo a sus cinco críos: “Alístense que nos vamos al cine”. Para quienes vivíamos en provincia allá por los años 80, asistir a una función de cine era una inquietante aventura.
Salíamos a media mañana con rumbo a la cuna de los Shirys, armados de cucayo (preparado de antemano en la víspera) para el viaje. Subíamos al Pullman de la Cooperativa de Transportes Nacional Saquisili que cansado y distraído, arrastrando sus hierros viejos, avanzaba en traqueteo por la maltrecha y polvorosa carretera, tardándose en llegar lo menos tres horas y media. Por entonces no había terminal terrestre, ni trolebús, ni nada parecido. La estación de buses interprovinciales era en la Avenida 24 de mayo, frente a la casona donde Radio Cosmopolita emitía sus ondas hertzianas..
De ahí no más en luntsa, tomábamos agüita de canela donde las caseritas para reponer fuerzas e íbamos a hacer tiempo sentados en el graderío de la Capilla del Robo hasta que sea hora de entrar en Teatro Puerta del Sol que quedaba como quien va a San Roque, al lado de la antigua Compañía de cervezas nacionales envasadora de Malta y Orangine.
Otras veces nos encaminábamos a la Plaza de la Independencia a comer espumilla y chupar cholados antes de asistir al Cine Atahualpa de la calle Venezuela, al Pichincha cerca de los correos nacionales, al teatro Bolívar, al Alhambra o al Capitol de la Alameda que ofrecían cine continuo, en programaciones: matiné, gancho: dos niños por un solo boleto, especial y noche, y a un sucre la entrada.
La cartelera era variada para todos lo gustos, colores y sabores. Mi madre solía escoger películas de historia bíblica como Ben Hur, Espartaco, Cleopatra, etc, dobladas con films de chullitas y bandidos como se conocían a los westerns norteamericanos, karate y Kun Fu con Bruce Lee como actor principal, Santo el enmascarado de plata.Ya más crecidito, cuando las hormonas empiezan a estrenar el carnaval de la vida en la piel, cumpliditos 18 años con cédula en mano, solía asistir al Cine Variedades de la Plaza del Teatro en cuyas paredes se podía divisar réplicas del pintor italiano Boticelli para deleitarme con las películas de la comedia y picaresca francesa e italiana. De esa época data mi amor por Sophia Loren y Briguite Bardott, y por eso más de una vez me quedé a ver dos funciones seguidas, encaramado en la galería puesto que la luneta era prohibitiva para mi escuálido bolsillo.
Andando el tiempo, instalado ya en la Capital como estudiante universitario allá por los inicios de los años 90, inquietado por los panas del Barrio la Floresta, religiosamente las tardes de domingo, luego del consabido partido de fútbol, entrábamos temerosos y raudos al cine Hollywood, al Granada y al América para ver películas censura 21 años. En esos cines vi no se cuantas veces “Nueve semanas y media”, “Las edades de Lulú” de Bigas Luna, “El último tango en París” de Bernardo Bertolucci y la saga de “Emanuelle”.
Por entonces Quito seguía siendo la capital de paz sanfranciscana, los músicos, los teatreros, los juglares y los poetas populares llenaban de arte y algarabía las plazas y los parques; los jóvenes enamorados todavía estilaban declaraban su amor a su adorado tormento que, si aceptaba una salida al cine era presagio de buen augurio. Luego de una buena película romántica, el consabido cafecito en el Café Niza o de tomar un helado de cono en la cafetería Modelo de la calle Sucre, seguramente te daría el si
Los ratos libres de mi vida de estudiante de Psicología Clínica, solía ir a ver trillers y películas de contenido psicológico como: “Asesinos por naturaleza” de Oliver Stone, “Nacido para matar” de Stanley Kubrick, “Taxi Driver” de Martín Scorsese, “El silencio de los inocentes” con Jodie Foster y Anthony Hopkins, y toda la producción de Pedro Almodóvar.
También con los compañeros de clase íbamos a los ciclos y festivales de cine que aun sigue organizando el Presidente de la Cinemateca Nacional Ulises Estrella en la Aula Benjamín Carrión de la Casa de la Cultura, además de a las salas del British Council o de la Alianza Francesa.
Después se vino el boom de los centros comerciales, de los mall y la instalación del Cine Max y los Multicines, privándonos a los cinéfilos de ese ritual que era programar una salida al cine con los guambras del barrio, el anonimato y el disfrute de la soledad pública sentado en la oscuridad de una butaca para luego, a la salida, encender un cigarrillo e irse por la vereda comentando para sus adentros sobre la tragicomedia de la vida.Es posible que hoy prefiera la imagen a la palabra. Prefiero un buen libro a esas películas made in hollywood plagadas de violencia. Confieso que he dejado de ir al cine, (aunque no me pierdo el estreno de una película de producción ecuatoriana) sobretodo con la irrupción del video en formato DVD, el pirateo de los films que se puede adquirir a un dólar, el cine en casa, además porque hoy Quito es una ciudad insegura y porque ir al cine resulta oneroso.
Por no sé que extraña sensación de recordar tiempo idos y no volvidos, una de esas tardes en que suele agarrarme la manía de nostalgiar, enfilé mochila al hombro por las calles de centro histórico para ver las desaparecidas salas de cine convertidas en Salones del Reino por los Testigos de Jehová y que el Fondo de Salvamento del Municipio de Quito no ha querido preservar.
Afuera, desaparecían los negros nubarrones de Octubre, el azulino cielo quiteño volvía a brillar y los niños hacían muñecos con el granizo que San Francisco había desperdigado en la calzada.
José Villarroel Yanchapaxi
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